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Una boda en el corazón del llano



Una boda en el corazón del llano
                                En memoria del Greco       

Por Eduardo Correa

      Era un día sábado, pero no recuerdo con exactitud la fecha y los años, aunque estimo que distan unos cinco lustros de algo que quiero contar. Ese día hice un viaje desde Acarigua, en el estado Portuguesa, a Valle de la Pascua, mi tierra natal. Era uno de esos tantos viajes que emprendía con cierta regularidad y que tenía como norte visitar a mi madre María Josefa, en su residencia habitual. Después de unas cinco horas de carretera ya estaba “aterrizando” en mi querido barrio Guamachal  y, como siempre sucede en el llano, al no más llegar salieron todos a recibirme con mi madre de primerita y con una  brillante y espontanea sonrisa que me “aflojó” el corazón rapidito y aumentó mucho más en cuanto nos abrazamos. Al ratito, y poco después de los saludos y abrazos de rigor, mi hermano Gregorio me dijo: “Que bueno que llegaste, pelón, porque tenemos una fiesta por ahí”. ¿“Ah sí? Logré articular mientras se acercaba Bartolo Ramón, otro de mis hermanos. “Greco, ¿Y de qué se trata esta vez? –“Se casa Reynaldo Armas”. Me respondió rápido y seguro. Al mirarlo fijamente y con cierta sorpresa, se sonrió, y agregué sonriendo igualmente: “¿En serio, Gregorio? –“Sí, compañero, así mismo es”. Los tres nos separamos del grupo que ya había crecido un tanto con unos vecinos amigos que se habían unido y venían a saludarme. Mamá nos lanzó una mirada y nuestros ojos se cruzaron y sentí como si me dijera: “Caramba, hijo, ya estás haciendo fiestas con los muchachos”. Sonriendo nos quitamos las miradas y volví a insistir en el tema planteado. Aquí es necesario decir que nosotros éramos seguidores fervientes del trabajo artístico de Reynaldo Armas, al igual como lo somos al día de hoy. Por la comarca, como se dice, todo el mundo tenía que hacer con aquella euforia y “Reynaldo manía” nuestra, al extremo de comentar cuando nos reuníamos para escucharlo, y no eran pocas las veces que lo hacíamos: “Ya arrancaron otra vez los Correa con las canciones de siempre”. Y por supuesto que se referían al largo y rico repertorio musical del hijo de Santa María. Aunque otras veces nos llamaban “los hijos de don Simón” o “los hijos de doña María”, en clara alusión a nuestros padres. Por eso al comentarme lo de la fiesta y la boda de Reynaldo, la emoción me embargó. Pero,   Confieso que pensé, al no más escuchar la cuestión de la boda y el nombre del personaje, la dificultad de asistir a algo así, y de paso tan repentino y sin conocer personalmente a Reynaldo Armas, a quien apenas había saludado una vez en Guanare en una reunión con un grupo de folcloristas y me fue presentado por un amigo, intérprete también como el hijo del caserío Los Guatacaros, llamado Joselito Herrera, uno de los geniales integrantes del grupo que grabó la historia de El Silbón, escrita por Dámaso Delgado. Fue un saludo rápido y más nada, del cual dudaba mucho que se acordara Reynaldo después de tanto tiempo.    Y es que tampoco teníamos una invitación formal que es usual en esos casos, además de obligatorio. Eso le exterioricé a mi hermano, quien me dijo: “No chico, quédate tranquilo, que Reynaldo hizo una invitación publica por la radio y claro está que puede asistir el que le dé la gana”.  Le riposté de inmediato: -“Si hombre, vas a creer tú que eso es así. Hay que tener tarjeta de invitación y de paso ser un tipo “pesado” y conocido. Siempre es así en esos casos. Tú sabes eso, Gregorio, no te hagas el loco”. Entonces intervino Bartolo que escuchaba todo aquello en silencio y que a veces soltada una risita. Dijo terminante: “Sí, pelón, Gregorio tienen razón. El que quiera puede ir. Anímate y más nada”, terminó diciendo, mientras yo acotaba decidido: “Bueno, tú sabes que por ánimo no, porque eso es lo que me sobra. Y ustedes saben que yo para trabajar es que soy flojo”. Expresé a manera de broma y todos nos echamos a reír.
      
 Fue entonces cuando Gregorio me dijo entusiasmado y en movimiento. “Bueno, pelón, si vamos a ir, acomodémonos y partamos porque la boda se va a celebrar en la finca La Clemencia y esa queda retirada de La Pascua”. Por su parte, Bartolo no perdía palabras y nos informó que en aquel momento se celebraba el casamiento en la iglesia principal, la que está ubicada justo enfrente a la plaza Bolívar. Todo el acto era trasmitido por la radio, y según se afirmaba, no cabía un alma más en la Casa de Dios. Por cierto que el Coro y el Ave María eran cantados por un número importante de intérpretes donde se confundían trovadores de todos los estilos y de acuerdo con el relator radial eran acompañados por una treintena de arpas colocadas vistosamente, al igual que los demás instrumentos musicales. Al escuchar todo aquello me dije mentalmente “Vaya boda, ¿no?”.
       
Decidimos partir con la premisa que sostenía Gregorio de que debíamos llegar antes de que lo hiciera el “gentío”, dada la invitación colectiva que ya se había regado por todo el pueblo. Por un momento pensé: ¿Llegar primero que todo el mundo, incluso que los recién casados? Eso no me cuadraba mucho. El hato La Clemencia está ubicado a unos treinta kilómetros de La Princesa Guariqueña y la ruta a seguir atraviesa los caseríos Mahomito y Mamonal, por una carretera de granzón no exenta de huecos y cañadas en sus dos lados. Sin embargo, el paisaje en derredor era muy agradable al pasar varios fundos llenos de ganado y pastos, garzas blancas volando bajo y volviendo de vez en cuando a sus garceros alejados del  camino. Era de mediodía y el sol se tornaba con cierta reciedumbre. A lo lejos, un horizonte vasto y hermoso compuesto por nubes blancas y azuladas formando figuras incomprensibles y atrayentes. De pronto Gregorio se volvió a mí y me espetó: “Epa, compañero, ¿Y qué pasó con la música?”, se refería al reproductor de la camioneta y a los casetes contentivos de pasajes y joropos que solíamos escuchar en esos y otros momentos de tertulia y entretenimiento. Al ratito estábamos escuchando “Laguna vieja”, “Pesadilla entre las flores”, “El beso robado”, entre otras canciones que nos gustaban mucho y que formaban parte del excelente repertorio musical “pegados” en la radio por aquellos años. A pesar de la música, la conversación,  y uno que otro cuento exhibidos durante el trayecto, y lo bien que nos sentíamos, a mí no se me quitaba la idea de que, al llegar, en la puerta debía estar una persona de panza voluminosa, con lentes oscuros e incluso armado cuidando la entrada. Y me preguntaba cómo haríamos para superar el impedimento propio de esos casos. Ahí fue cuando le dije al Greco que lo único que yo cargaba y que tal vez podría servirnos era un carnet del Sindicato de Radio y Televisión, y otro del Gremio de Folcloristas de Acarigua, del que era agremiado y directivo. Al escuchar aquello, el Greco soltó entusiasmado: “Casi nada, pelón, con eso basta y sobra”. Yo seguía con la duda y tercamente afirmé: “No te creas, Gregorio, hay muchos que no le paran a eso”. Los saqué de la cartera y los metí en el bolsillo de la camisa como el único argumento disponible para vencer la barrera que tanto temíamos.
       
 En unos cuantos minutos ya estábamos en el sitio y pudimos leer en un aviso bien acomodado el nombre de la finca. El lugar estaba muy concurrido, alegremente alborotado y con la música llanera interna que se dejaba oír desde afuera. Aparcamos entre un número grande de vehículos de todas las marcas y colores. El carro más viejo nos pareció el de nosotros, pero eso no nos arredró y entre presurosos, dubitativos e inseguros llegamos a la puerta. Y en efecto, allí estaba el hombre corpulento franqueando la entrada y nos puso la mirada penetrante en cuanto nos vio. Y justo ahí aumentaron nuestras dudas. De inmediato nos dijo, en el mismo momento en que yo trababa de sacar los fulanos carnets del bolsillo,  que de paso no pude hacer porque su voz llegó rápida y fuerte: “Muchachos, bienvenidos, pasen adelante si son tan amables. Disfruten la fiesta en nombre de Reynaldo Armas”.   Por supuesto que aquello, sin dudarlo, resultó muy agradable a nuestros oídos y sin pensarlo dos veces traspasamos la puerta dándole resueltamente las gracias al hombre corpulento de la entrada que resultó tan amable y cortés. Alegres y gratamente sorprendidos nos encontramos en medio de muchas personas y en un ambiente que prometía muchas satisfacciones. 
       
En las primeras de cambio, nos dispusimos a recorrer el lugar que lucía sobriamente engalanado y entre árboles circundantes. Varios quioscos adornados con cintas multicolores,  bien ubicados y pudimos darnos cuenta que en cada uno de ellos había dos personas atendiendo y ofreciendo las bebidas de rigor y cada uno de esos sitios con abundantes  licores y bebidas específicas y donde cada quien bien podía solicitar la de su preferencia. En cantidades que parecían inagotables había allí cervezas, vinos, ron, wiski, refrescos y agua, que solo había que pedirlos y más nada. Gregorio y Bartolo me acompañaban casi en silencio durante el recorrido y podía notar su extrañeza y no poca la alegría de que aquello fuera así. Fiesteros como pocos, esto resultaba extraño y singular de acuerdo con sus experiencias en el oficio. Muy cerca de un árbol con mucha sombra, habíase colocado una enorme tarima y un sonido espectacular que captaba hasta el sonido de un insecto. Tres arpas se mostraban señoriales y listas para la ocasión, mientras la música ambiental, llanera, por supuesto,  llegaba al corazón. Seguíamos caminando y nos encontramos con una especie de pequeña ensenada y allá abajo, relativamente cerca, varias terneras, sabiamente colocadas en sus estacas, se asaban lentamente, así como también se veían ollas grandes en fogones cocinando sancochos llaneros. Mesas varias, cerca de las terneras y ollas, llenas de yuca cocida y recipientes de buen tamaño con guasacaca picantica o no, incluso llegamos a ver un budare inmenso donde se asaban unas arepas blanquísimas. En tono jocoso, Gregorio, medio risueño, me anotó: “Bueno, pelón, con todo esto come un ejército tranquilamente”. Le completé las palabras viéndole fijamente: “Y bien sabroso, por cierto”.
       
El mismo Gregorio agregó de seguidas: “Podemos empezar echándonos una y después decidimos con cual bebida nos quedamos. Por pagar no se preocupen que yo me hago cargo de eso”. Nos reímos y partimos hacia uno de los quioscos. Allí nos atendieron cordialmente y en unos minutos, de pronto cesó el sonido, y al mirar hacia la tarima estaba en el lugar el mismísimo Reynaldo Armas que había tomado el micrófono con la intención de dirigirse a la nutrida audiencia que aplaudía con frenesí al autor y cantante llanero que vestía un elegante y bien cortado  liqui liqui, y muy atenta, cerquita de ahí, estaba Lolimar Pérez luciendo un hermosísimo traje matrimonial y no quitaba su alegre y satisfecha mirada del trovador llanero presto a hablar. La ex reina de las ferias recientes de la ciudad de Valle de la Pascua estaba acompañada de un alegre grupo de féminas que por la forma de vestir daba la impresión que fueron las damas de honor en la singular  boda. Reynaldo hizo señas amables al público para  detener la ovación y de inmediato dio la bienvenida a todos, haciendo especial énfasis en el agradecimiento por haber venido a compartir aquel momento con él, que según afirmó con voz grave y pausada, “era el día más hermoso de su vida” y eso lo dijo viéndose con su bella esposa, sonreídos y satisfechos. En medio de aquellas emociones, del grupo que aplaudía entusiastamente, salió una voz que pedía que cantara Reynaldo, y este respondió solemnemente: “No me pidan que cante hoy, amigos, porque no voy a cantar”. Y agregó seguidamente con una risa complaciente y pose artística: “Yo creo que hoy me merezco que canten para mi todos mis amigos y colegas. Yo se los pido como regalo”. Y bajó de la tarima en medio de estruendosos aplausos y vítores que agradeció con una vistosa inclinación.
      
 Enseguida subió un animador con una bien timbrada voz que no conocía yo, y al preguntarle a Gregorio me dijo que se trataba de Moreira. “Él es muy conocido por el oriente y anima por ahí. Es bueno, como puedes notar”. A partir de allí, la música no paró un solo instante y sucediéndose, unos tras otros, los interpretes de la canta criolla y dedicando sus cantos a los afamados y singulares contrayentes. La fiesta llanera se había prendido con intenciones de no pararse jamás, según era el ánimo de todos los asistentes. Con regularidad, subía un trovador o trovadora, y al no más terminar, subían otros y otros, mientras pasaban las horas sin que uno se diera cuenta. Podía pensarse que aquellas alegres melodías traspasaban los árboles y con la brisa llanera se perdían en la sabana, mezcladas en el olor del mastranto y en las flores diversas del llano guariqueño.  El tiempo parecía detenerse en una alegría desbordada y contagiosa, entre los típicos joropos recios del llano e intercalados con pasajes melodiosos, ricas tortas, terneras gustosas,  sancochos humeantes y bebidas de todo tenor, risas y felicidad general.
       
De pronto vimos un movimiento inusual, no cónsono con lo que allí vivíamos, cuando en torno a uno de los quioscos se agruparon unas personas y entre forcejeos y lucha lograron someter a un hombre que al acercarnos pudimos visualizar que era uno de los meseros contratados, e inmediatamente lo inmovilizaron entre varios, hasta que se hicieron presentes unos funcionarios policiales, quienes al parecer eran invitados y corrieron a poner orden, y quedó formalmente detenido el sujeto. Se le acusaba de haberse apropiado de varias botellas de wiski y otras bebidas que de modo clandestino venia   sustrayendo y fue descubierto, presuntamente, por otro mesero que lo delató y puso sobre aviso a los responsables de la fiesta llanera. Fueron varias las voces que se alzaron, venidas del grueso de los asistentes, que pedían castigo implacable para el insolente y atrevido servidor que había cometido tan terrible falta, según eran los argumentos, mezclados con alcohol y animosidad,  proferidas  desde el tumulto que se formó al conocerse el hecho. En minutos se apersonó Reynaldo Armas, quien informado de la irregularidad decidió intervenir. Llegó y pidió que le trajeran al responsable. Seguían las voces enconadas vociferando “que lo llevaran preso y que fuese castigado ejemplarmente”. Reynaldo encaró al osado muchacho y le dijo con toda la calma del mundo, una vez solicitado que le quitaran las manos de encima: “Hermano, ¿por qué hiciste eso? ¿No ves que estamos entre familia y amigos? Aquí, todo es de todos y solo había que respetar eso”. En eso sonó una voz fuerte y estentórea que soltó: “Mándalo preso, Reynaldo, de una vez”. Uno que estaba cerca de mí llegó a decir: “Deben darle una paliza y sacarlo. Es lo que se merece”. El cantor de “Laguna vieja”, lucía muy tranquilo y su rostro circunspecto y con dejos de bondad y desprendimiento, expresó al acusado, que nunca pudo verlo de frente y más bien miraba al suelo: “Oye, no vamos a hacerte nada y no vas a ir preso. Solo te pido que nos devuelvas lo robado y te marches de la fiesta”. Hubo un silencio entre la gente que fue cortado cuando el mismo intérprete de “Pesadilla entre las flores”, terminó aquel incidente dirigiéndose a todos: “Bueno, volvamos nosotros a lo que vinimos. ¡Arpa, maestro!”. Y se formó un jolgorio y se escuchó un aplauso general. Apostado en uno de los quioscos, y junto a Gregorio y Bartolo, me quedé en silencio y a mi mente llegó un pasaje del libro “El néctar de la instrucción”, de la literatura hindú, que habla del comportamiento del hombre y que sostiene: “Si se deja un saco de arroz en un lugar público, los pájaros vendrán a comer unos pocos granos y se irán. Sin embargo, el ser humano se llevara todo el saco. El se comerá todo lo que le quepa en el estómago, y luego tratará de llevarse el resto”.
       
Gregorio me sacó de mis pensamientos al recordar: “Dijimos que nos iríamos temprano, y miren la hora que es ya: ¡las doce de la noche, compañeros!”. En efecto, estábamos entrando en la madrugada y no obstante cierta indecisión, acordamos partir. Debíamos tomar camino, y al pasar de nuevo por la misma puerta, habían pasado doce horas. Volvimos la mirada y atrás quedaba “prendida” la parranda llanera y aquello aún estaba “vivito y coleando”. Y era muy cierto lo que dijo Gregorio al abordar el carro: “Ya a mí no me cabe más nada”. Bartolo le siguió: “A mí tampoco”. Y yo concluí risueño: “Lo mismo digo”. Al día siguiente corría por la ciudad de Valle de la Pascua, en boca de la jocosidad llanera: “En verdad, jamás se había visto tanto borracho, tirados a los lados de la vía, desde la finca La Clemencia hasta el propio pueblo”. Y como dice un poema gaucho, que aquí parodiamos “Y desde la finca La Clemencia a La Pascua, hay treinta kilómetros apenas”.           

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